No puedo prometer un por siempre, ni nada más.

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A los 13 una amiga de mi mamá la invitó a un proyecto interesante. Era una casa hogar dirigida por monjas, con mucho trabajo y a decir verdad, escasos recursos. Mi mamá se emocionó mucho y me lo contagió. Muy pronto nos encontramos preparando ropa y juguetes para poder llevarlos.

Tuvimos unas breves visitas en las que solamente llevábamos cosas para los niños. Me impresionó enterarme de lo corta que estaba mi visión sobre las carencias de otros niños de mi edad y más pequeños. La mayoría no tenía zapatos, algo que a esa edad yo daba por sentado. Los pocos que tenían zapatos, estaban rotos y sucios, aunque eso no les impedía correr ni jugar. ¿Cómo habían llegado tantos niños a una casa hogar? Me invadió una tristeza enorme cuando comencé a conocer sus historias, venían de familias con muchos problemas, y un par de ellos eran hermanitos. Era imposible ir y no querer involucrarte en sus vidas, hacer algo para que estuvieran mejor.

Intentamos buscar ayuda para ellos afuera; a pesar de que muchas amigas de mi mamá se fueron sumando, no contábamos con los recursos suficientes para poder ayudarlos a todos. Se me ocurrió sugerir que pidiera ayuda con uno de los "religiosos" de mi secundaria. Un joven que era algo así como maestro de Valores ocasionalmente, ayudante en las misas y quién sabe qué otros cargos académicos tenía. Pedíamos peras al olmo. Nuestra intención era que mi escuela se sumara al proyecto como uno más de los esfuerzos; pero pareció ser que tenían más interés en presumir la ayuda (que todavía no sucedía) que en ayudar en sí. El vocero aquél dejó claro que la única manera en que la escuela se podía involucrar era que fueran el único esfuerzo que apoyara la causa. Es decir, teníamos que decirle a las monjas que dejaran de recibir ayuda de donadores externos y altruistas porque mi escuela, aparentemente, quería ayudar y hacer circo de ello. Mi mamá lo mandó poco más que a la mierda y nos fuimos.

Surgió entonces la idea de organizarles una fiesta, una especie de evento donde invitáramos a más personas a llevar tanto víveres, productos de higiene, ropa, zapatos y juguetes. En este evento los donadores podrían ir a entregar su ayuda personalmente y jugar y convivir en dinámicas con los niños.

Recuerdo con mucho cariño lo que yo regalé. Tenía una bolsa de crayolas color rosa fluorescente con una cara de Minnie estampada en el frente. La tenía desde el kinder y guardaba todas las crayolas que me iban comprando. Una vez incluso, en el afán de coseguir la colección perfecta cometí un delito a los 4 años. En el kinder tenían canastotas con trocitos de crayolas de todos tipos, marcas y colores. La mayoría de los niños eran muy descuidados y rompían sobre lo ya roto. Yo era muy obsesiva desde entonces y trataba de no romperlas ni perderlas. Mi favorita era un pequeño trocito de crayola color rosa fosforescente, como mi bolsa. Cada vez que sacaban las canastas, me apresuraba a encontrar ese pedacito y guardarlo siempre para que ningún bobo compañerito lo fuera a romper o perder. En una ocasión le conté a mi mamá del color y tratamos de buscarlo en muchas marcas, aunque sin éxito. Cuando me enteré que me iban a cambiar de escuela para el último año de kinder me entró una angustia terrible porque no volvería a ver esa crayolita, así que en un impulso criminal, me la robé. Sólo lo confesé muchos años después para aguantarme el regaño de mi mamá porque "robar no estaba bien a ninguna escala." En fin, decidí que quizá los niños podían apreciar mi más grande tesoro, mi estuche de crayolas. Saqué muchas copias de libros para colorear y el día del evento reuní a los más pequeños en la mesa de su comedor para colorear.

Las monjas iban trayendo más y más niños. Yo les mostraba todos los dibujos conforme iban llegando para que escogieran los que querían colorear. Ya casi habían terminado todos cuando una de las monjas llevó a una niña más que se sento muy a regañadientes. Me extrañó un poco la situación pero hice mi sentimiento a un lado para acercarme a incluirla en la actividad. Cuando me acerqué ni siquiera me miró. Seguí. Comencé a explicarle que podía escoger un dibujo y tomar todas las crayolas que quisiera para colorearlo. Ya no era una bebé. Tenía unos 9 años, pero no parecía que no se integrara porque no le gustaba colorear. Tenía que ayudar a los otros niños así que le dejé un par de dibujos y me alejé para darle un poco de espacio. Esperé un rato pero nada cambió. Seguía sentada, porque al parecer obedecía la instrucción que la monja le había dado; pero no se le veía ninguna intención de colorear, convivir o voltearme a ver siquiera. Me esperé a que acabaran todos y me acerqué. Hice uso de mi mayor habilidad y le hablé sin parar. Aunque no me mirara, aunque no contestara, aunque no mostrara interés. Después de 5 minutos de ver que no me iba a rendir, comenzó a ver las hojas con los dibujos y escogió uno. Coloreó y me dejó que siguiera hablando. Poco a poco le empecé a hacer preguntas breves, su nombre, edad, qué cosas le gustaban hacer, con quiénes jugaba más. Terminó su dibujo y se quedó sentada conmigo en la mesa. Al poco rato me quiso dar un recorrido por la casa y yo estaba muy emocionada de que por fin se estaba soltando a hablar.
En un giro inesperado de eventos me tomó de la mano y así seguimos el recorrido juntas. Ya me sostenía la mirada y un par de veces me sonrió. Platicamos por horas en las que traté de descubrir el porqué de su actitud al principio del día. Le dio vueltas al asunto para no contestarme hasta que finalmente cedió. No le gustaba que fueran extraños a su casa. Siempre habían ido, me dijo, pero cada vez eran personas diferentes. Venían, jugaban, convivían, se iban y ya no regresaban. Entendí. Por siempre había tenido yo también problemas con el abandono pero mi mente nunca alcanzaría a vislumbrar la intensidad con la que este sentimiento estaba enraizado en esta niña, en estos niños. Por fin nos acercamos con los otros niños y jugamos el resto de la tarde, se veía cómoda y feliz. Constantemente me volteaba a ver para asegurarse que la estaba viendo jugar y divertirse, como buscando cierta aprobación de mi parte; yo sólo le sonreía. Una de las monjas le dijo a mi mamá que era todo un logro que yo me "hubiera ganado" a esa niña, que difícilmente se le acerca a los extraños y que además pocas veces juega con todos los niños como lo estaba haciendo ese día.

Al final del día, cuando supo que me iba, corrió a abrazarme. Se me hizo un nudote en la garganta. Me hizo una seña para que me agachara y me pudiera decir algo al oído. Me preguntó si iba a volver, o si ya no nos íbamos a ver. Si iba a "hacerle como los demás". La abracé de regreso y le dije que no. Bueno, se lo prometí. No era la primera vez que iba a la casa hogar y estaba segura que no sería la última. Nos acompañó con la monja hasta la puerta y nos vio irnos mientras yo lloraba como ridícula en el carro, y así todo el camino de regreso a mi casa.

Pero la vida es culera. Mi mamá y sus amigas comenzaron a descubrir anomalías en la administración de las monjas y entre que averiguaban que todo estuviera en orden, dejamos de ir. El tiempo siguió pasando y no dejó que yo volviera a ir jamás. Hasta la fecha me duele mucho. Me duele haberle prometido algo que en ese momento yo vi tan posible y seguro. De haber sabido que no volvería le hubiera dicho la verdad. No me hubiera gustado lastimarla con algo así porque sé como puede doler. Pero al final hoy sé que fallé, que fui como todos esos que le hicieron lo mismo antes que yo. Pero yo fui peor, yo prometí no hacerlo. Y después de tantas olas de mierda que me ha traído esta vida entiendo que pocas veces se puede cumplir una promesa. Yo puedo tener toda la intención de hacerlo pero a veces la vida no me va a dejar. Ni siquiera podía prometerle volver al siguiente día porque nada me aseguraba que esa noche más tarde, podía morir y ella nunca llegaría a saberlo. ¿Mi muerte me eximiría de la promesa, o aún así estaría incumpliendo? Hoy reconozco cuan pequeña soy, cuan poco poder tengo sobre la vida, porque ni siquiera puedo decir "la mía". Dicen que nunca prometas nada cuando estés feliz pero si hoy pudieran tomar un consejo mío les diría que nunca prometan nada. No por falta de compromiso, no por miedo a comprometerse, ni mucho menos porque no tengan ganas de cumplirlo. No prometan nada porque no tenemos nada seguro, ni hoy ni mañana. Hoy estoy aquí escribiendo y mañana ya no. Hoy puedo querer estar siempre en tu vida pero mañana pasa algo que me hace darme cuenta que tu vida no guardaba un lugar para mí. Hoy quieres estar en mi vida pero mañana ya no despiertas. Y la promesa se queda ahí, doliéndo para ambos. Doliéndole a quien se queda y a quien se va. Perdón por nunca volver, perdón por sentirme tan grande, perdón por no saber.


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